Ayer, veintiuno de julio de dos mil veinte, recibimos la noticia de la muerte de Don Francisco
Rodríguez Adrados. Imagino que dentro de la gran familia de la filología clásica española no pasará
desapercibida. No voy a hacer un panegírico ni un laudatoria verba; tampoco lo que podamos decir
aquí se incluirá en el epitafio de su tumba. Pero por razones muy personales -creo que también muy
humanas-, no me resisto a aportar algo en estos momentos tan tristes para la cultura global, pero, en
especial, para la nuestra. Es llamativo que en las últimas horas, además del consabido Covid-19 y
sus preocupantes estadísticas diarias, los medios oficiales se hayan limitado a una nota informativa
sobre este asunto -seguro que hay algo más por ahí, yo no lo he encontrado, pero habrá-; sí aburren
las noticias sobre el Fuenlabrada y la debacle que para la liga nacional puede haber causado el
hecho de que unos cuantos jugadores diagnosticados se subieran a un avión para ir a echar un
partido con los gallegos; aburre, también, el triunfalismo de nuestro gobierno ante los descafeinados
acuerdos económicos de la UE, celebrados, y sin la distancia de seguridad, con los aplausos
unánimes al presidente a las puertas del último consejo de ministros: el gran jugador de pelota, el
corredor triunfante jaleado por su equipo; ¡qué falta de carisma, qué falta de seriedad!, servilismo y
peloteo, porque no puede ser de otra manera. Hoy, día veintidós, tampoco se ha hecho mención
-quizás más tarde – a la partida de Adrados; sí vuelve a haber aplausos para Don Pedro Sánchez y
nuestra flamante ministra de educación ante los ambiciosos proyectos para impulsar la Formación
Profesional.
Adrados – así se le conocía en el gremio -, fue muchísimas cosas, pero para mí fue ante todo el
sólido puente que abrió las puertas en España a las corrientes de investigación filológica que
llegaban de Europa a mediados del siglo pasado. Desde su cátedra en Madrid – tuve la oportunidad
de intercambiar una breve conversación con él – impulsó todo lo relacionado con los Estudios
Clásicos y se convirtió en el referente más significativo en el área de la investigación lingüística del
Indoeuropeo, del Griego y del Latín. Quiero reseñar dos momentos significativos de una
indescriptible, por densa e ingente, trayectoria profesional. Cuando puso en marcha el Diccionario
Griego-Español, en un gesto de sana emulación al LSJ, y empezó a reclutar voluntarios para el que
entonces iba a ser un proyecto lexicográfico sin precedentes en nuestro país, muchos de nosotros
perdimos el complejo frente a los filólogos ingleses, alemanes, franceses o italianos, porque íbamos
a tener nuestra propia herramienta de trabajo con unas ambiciones documentales y de exhaustividad
que superarían todo lo hecho hasta el momento. La magnitud intelectual de su mentor, Don
Francisco, el respeto y la admiración que sus trabajos habían ido despertando, no solo dentro de
nuestra especialidad, sino entre todos los representantes de la cultura en los años ochenta del siglo
pasado – los legos y los no tan legos, que de todo había -, auguraban un proyecto exitoso. Hoy el
proyecto se ha parado, y dudo mucho que se retome. Cuando empezó, se trabajaba con fichas de
papel, los ordenadores más potentes tenían 640 kbites y los caracteres griegos de las impresoras de
puntos había que diseñarlos uno a uno. A pesar de sus años, su entusiasmo seguía intacto y tuvo la
oportunidad de ver cómo las nuevas tecnologías empezaban a maridar perfectamente con el trabajo
lexicográfico, garantizando unos resultados más precisos, más contrastados y de una eficacia y
rapidez inimaginable al principio del camino; relanzar el proyecto volvía a ser viable. Ojalá, igual
que hoy llevamos en el teléfono móvil una copia en PDF del LSJ, pudiéramos ver algo semejante
para el Diccionario Griego – Español.
Don Francisco, Adrados, en su faceta docente, no descuidó ni un momento las distracciones que
los distintos planes educativos han ido imponiendo en los últimos cuarenta y cinco años sobre la
enseñanza de Latín y Griego en el bachillerato. Desde la SEEC, y en su presidencia, conseguimos
tener una representación lo suficientemente significativa para que nuestro colectivo se convirtiera
en un pilar sólido que luchara contra el resquebrajamiento al que la llamada modernidad quiere
someter, una y otra vez, a la Cultura. También en esta lucha la suerte ha sido diversa, pero Don
Francisco se reunía con los políticos de turno, iba a televisión, promocionaba campañas
divulgativas, escribía artículos en todos los medios posibles para que no nos durmiéramos y
pudiéramos seguir extendiendo el privilegio de la sabiduría clásica entre nuestros alumnos. Su grito
de guerra: “tenemos unos profesionales muy bien cualificados, los han preparado nuestras
universidades, su presencia en todo el mundo es cada vez más reconocida, publican e investigan, y,
además, quieren enseñar lo que saben; en España, el modelo educativo no estaría completo sin esas
materias que deberían implementarse cuanto antes en los distintos niveles”. Don Francisco
Rodríguez Adrados nos defendía, apostaba por la calidad de nuestro trabajo y en su área de
influencias presionó siempre que pudo para que las distintas reformas educativas no dieran el golpe
de gracia a las asignaturas de Latin y Griego. En el 2013 apareció un librito de Nuccio Ordine,
profesor de literatura de la Universidad de Calabria, enamorado de El Renacimiento, La utilidad de
lo inútil; parafraseando la reseña de la portada de Fernando Savater “se repasa las opiniones de
filósofos y escritores sobre la importancia de seguir tutelando en escuelas y universidades ese afán
de saber y de indagar sin objetivo inmediato práctico en el que tradicionalmente se ha basado la
dignitas humanis”. Nihil obstat, de esto se trata. Parece que en la escuela lo que no produce, no
sirve; sin embargo, luego vienen las proclamas a favor de la formación integral de los niños y
niñas, de la necesidad de inculcar y desarrollar unos valores que conformen una sociedad
“esencialmente humana”. Adrados nunca descuidó esa necesidad y el abal de los clásicos era su
principal escudo. Quizás tuvo la oportunidad de leer una reflexión que publicó Don Álvaro
Marchesi hace unos días, en el que llamaba la atención sobre la necesidad de que la nueva reforma,
la LOMLOE no descuide ni una cosa, ni la otra; debe preservarse, de una parte, transmisión de
conocimientos, los profesionales que se han formado para ello, deben tener su espacio en las
programaciones; pero, también, de otra, esa “educación en valores, esa integración en la naturaleza”
que el pedagogo, el maestro, el gramático o el filósofo ya transmitían, desde los tiempos de
Homero, a las nuevas generaciones. ¿Qué hay de nuevo bajo el sol?: nada. Sin embargo parece que
nuestros tecnólogos o tecnócratas, se olvidan con frecuencia, y convierten a todo lo viejo en
enemigo del progreso; ¿progreso?, regreso: la sociedad será una comunidad de hormigas
productivas con la barriga llena que pronto olvidará que es nuestro nivel de conciencia lo que
ha propiciado la civilización. Los que aspiran a ser los jefes de la tribu necesitan a un pueblo
sumiso; no hay mejor argumento para esto que promocionar la ignorancia.
Hace bastante tiempo que perdí el contacto con los trabajos de Adrados. Con todo, a través del Dr.
Marcos Martínez, me llega, de vez en cuando, algún rumor de los pasillos de la Complutense de
Madrid, del Departamento de Filología Clásica. El sufrimiento, la tristeza, a veces, la desesperación
de cientos de profesores de Latín y Griego a los que poco a poco se les ha ido relegando a personal
de relleno en los centros, fueron minando la salud de nuestro maestro; su voz, que no dejó de oírse,
pero que cada vez se entendía menos – oráculos délficos ininteligibles o inconvenientes – entre unos
políticos de dudosos escrúpulos culturales, finalmente se quebró.
Raras coincidencias nos impone tyjé, el destino inexorable de los griegos, por encima, incluso de
los dioses. Me imagino al viejo profesor escuchando a nuestra ministra de hacienda
hipercorriegiendo los finales participiales para no dejar ni una sola “d” en ellos; sin duda, no
ocultaría su irónica sonrisa ante el pleito de ministros y ministras, diputados y di-putadas, señorías
y…¿señoríos?. La noticia de una LOMLOE que se olvidó del Latín y el Griego, ¿un descuido?, y en
la que la Cultura Clásica aparece enumerada por la letra C en la lista de múltiples optativas de libre
oferta por los centros, acabó con su apasionado corazón
Requiescas in pacem, nadie se lo merece más que usted.
José Cristóbal Cáceres Rodríguez
Doctor en Filología Clásica